lunes, 25 de abril de 2011

El Bajito

No, no se trata de alguien de baja estatura; se trata de un lugar, un emplazamiento geográfico, histórico y hasta filosófico, me atrevería a decir.

Solo los viejos y memoriosos habitantes del barrio pueden reaccionar con una melancólica mueca cuando se pronuncia como al descuido la frase…allá en el bajito…, aunque la mayoría de la gente no sospecha de que se le está hablando.

Pero a esta altura se preguntarán pero ¿Qué es El Bajito? Simple y sencillo, la manzana delimitada por las Calles Naón, Dorrego, Luis María Campos, perdón cierto que ahora se llama Alicia Moreau de Justo, y la hasta ahora inconclusa colectora de la General Paz, y esta cuasi hectárea es, fue y será El Bajito, aunque hoy día la mitad del predio este repartida entre una muy bacana parrilla, de la que se rumorea alberga un garito, es decir un esolazo clandestino, y una vieja y acaudalada familia del barrio que desparramo allí sus pretenciosas, una más que otras, viviendas, y la otra mitad alberga una serie de departamentos tipo chalecito que sustentan la compartimentación sistemática a que día a día no someten el salvaje capitalismo y su brazo ejecutor, el neoliberalismo noventoso.

El nombre no se sabe bien donde se originó, se dice, ojo, se dice, que fue Doña Celina, la abuela paterna del Negro Anselmo, una habitante primigenia del barrio, quien haciendo gala de su histórica y reconocida habilidad para el sincretismo nominal, fue la que nombró bautismalmente al bajito como El Bajito; igualmente debo aclarar que a esta mujer se le adjudican casi todos los sobrenombres y motes de los miradorenses que estuvieron al alcance de su conocimiento, cabe citar como ejemplos Las Barbitas, Culito de Goma, Las Tuzadas y El rancho de Goma, entre otros varios.

En este predio desde que uno tiene memoria hasta 1967 estuvo emplazado uno de una larga serie de asentamientos marginales, conocidos por estos lares como Villas Miseria. Esta villa tenía la arquitectónica particularidad de estar construida bajo nivel, de modo tal que al pasar frente a él solo alcanzaban a asomar los techos. De ahí el nombre: La Villa del Bajito; nótese que no digo La Villa El Bajito sino del Bajito, adjudicándole una propia identidad al lugar independientemente de lo que albergue.

Esta particular villa se comenzó a formar, dicen, hacia mediados de los 40 como producto de las migraciones internas que fueron, en el denominado Conurbano Bonaerense, el caldo de cultivo en el que se cocinó el Peronismo, y sucumbió, bajo las topadoras de Onganía y el PEVE o Plan de Erradicación de Villas de Emergencia, concebido durante la gestión de Arturo Illia al frente del Poder Ejecutivo, pero levado adelante por el onganiato .

Hoy día hablar de una Villa enclavada en medio de un barrio, puede producir algún sobresalto originado en la inseguridad que conlleva implícita para los vecinos de la zona, basando esto en ciertas apreciaciones de la realidad que, exageradas al extremo por los medios de información, subyugan a la clase media nacional a la vez que sostienen el discurso histórico de la clase alta, patricia y garcateniente que asola nuestra historia. Aunque en tiempos de mi infancia la apreciación de la realidad era completamente distinta, ahí vivían laburantes en busca de un progreso que la historia les negaba y habían salido a conquistar, y algún que otro manojo de borrachines, pendencieros y malvivientes, pero no muchos más que los que moraban en otras partes del barrio. Quizá por los códigos predominantes de la época, y hoy transformados en especie en extinción, que se fundamentan en el adagio popular que dice que dónde se come no se caga, o quizá porque el consumismo al que nos vemos arriados cotidianamente por el sistema, o quizá porque el paco no se había instalado como arma de destrucción masiva de la juventud desfuturada, o por algún otro quizá que escapa a mi modesto entendimiento… la vida en el barrio era tranquila. Digo con esto que los chorritos y escruchantes de la villa, al igual que los chorritos y escruchantes del barrio, iban a afanar a otro lado y en el barrio despilfarraban sus pingües botines mal habidos en bodegones, piringundines, fondines, almacenes, carnicerías, panaderías y otras ías, dando una suerte de impulso económico al barrio.

Los habitantes de El Bajito conformaban con nosotros la población del costado de La General Paz, compartían nuestros colegios, iglesia, calles, comercios y juegos sin ningún tipo de discriminación, por más que alguna vecina de las que nunca falta les adjudicara la prodigación incremental de piojos en las cabelleras de los pibes del barrio. Incluso el paraguayo Benito, histórico habitante de la villa, fue quién impulso el primer equipo que salió a la cancha bajo el nombre de Los Pibes de La General Paz, haciéndose cargo del reclutamiento de jugadores y la dirección técnica del que llegara a convertirse en el team maravilla del fútbol infantil barrial de aquellos tiempos. Cabe aclarar que Benito no era oriundo de la hermana República del Paraguay, había nacido en las afueras de Mburucuyá, ciudad cabecera del departamento del mismo nombre, en la Provincia litoraleña de Corrientes; que a un correntino lo conozcan como el paraguayo se entiende en el contexto de un país en el que los árabes son considerados turcos, los españoles, gallegos y los ilustres explotadores chupasangre, grandes empresarios. Pero volviendo al tema, incluso acondicionó lo que se transformó en nuestro estadio, que no era más que una porción de tierra de esa feta de pulmón verde conocida como el costado de La General Paz. Un lugar como signado a ser una canchita, decía Benito, porque en un espacio de unos cuarenticinco metros de largo y unos veinte metros de ancho había emplazados cuatro eucaliptus, apareados, que ubicados casi al centro del ancho y en los extremos del largo y separados cada uno de los pares por una distancia de unos tres metros con setenta centímetros formaban los arcos, aunque a decir verdad el par norte estaba separado por unos cuatro metros, confirmando la ostentosa ampulosidad del norte, lo que para nadie implicaba ventaja deportiva ya que por esa celestial justicia del fútbol, con el cambio de lado en cada tiempo se zanjaba cualquier aparente injusticia. En los comienzos se cruzaba una soga entre los árboles a modo de travesaños, pero esto fue rápidamente reemplazado por un par de postes de los que pululaban en la zona a modo de lo que hoy son los guardarraill, pero sustraídos del lado de la Capital, para no restar siento al ocasional público; esto se llevo adelante para no privarse de la emoción de estrellar un remate en el travesaño y toda la adrenalínica experiencia que se desprende del sonido del impacto en el madero seguido del murmullo tribunero; la altura se variaba según jugaran los pibes o los muchachos del barrio. La cancha tenía una disposición levemente diagonal y más ancha del lado de la avenida, pero eso era lo mejor que podíamos tener y al que tuviera algo que objetar se lo mandaba al carajo y listo.

Los que no vivíamos en la villa entrabamos y salíamos de la misma sin problemas porque ahí vivían amigos y compañeros de andanzas a los que íbamos a buscar o a acompañar internándonos en aquel particular barrio dentro del barrio.

En sus primeros tiempos la villa se inundaba ante el menor atisbo de aguacero y era lógico ya que estaba bajo el nivel de las calles, pero esto se solucionó antes de poblarse completamente la manzana. Los vecinos, en un gesto de impecable ingeniería construyeron unas acequias que recolectaban el agua de lluvia y la dirigían por un complejo sistema de túneles hacia incierto lugares bajo tierra; alguien comentó alguna vez que los hermanos Cardozo, de los primeros en instalarse, haciendo uso de la experiencia adquirida en su trabajo en minería en su natal provincia de Jujuy, fueron los encargados de la excavación de los túneles. Se dice que estos singulares hombres topo jujeños llegaron a dar con una napa de agua y allí pararon. Esto es difícil de comprobar ya que las topadoras acabaron con toda posible corroboración de estos dichos. Igualmente de ser esto cierto no solo demostraría la innata capacidad de la gente humilde para solucionar problemas propios de la miseria sino que tendría el valor agregado de la relación puramente ecológica con el medio ambiente, digo esto porque el agua en esos tiempos llegaba a nosotros a través de bombeadores que subían hasta los tanques el agua alojada en las entrañas mismas de la tierra, coronando el reciclaje aquo natural con el aporte del drenaje pluvial de esa manzana a las napas que nos proveían del fundamental líquido elemento. No sé qué hay de cierto en todo esto, lo que sí es cierto es que la villa dejo de inundarse…

Pero la normal convivencia se vio trastocada cuando se conoció el inminente arribo de las topadoras que sepultarían

para toda la eternidad cualquier vestigio de la existencia de la Villa del Bajito. Esto produjo dolor y angustia y le sumo desarraigo a la ya desarraigada vida de los moradores de la villa. Por esos días se respiraba un cierto desasosiego en el barrio, una concomitante sensación de vacío, de perdida; pero esto se compensaba con el saber que esta gente iba a tener casas de material a unas quince cuadras de allí en un barrio construido dentro del PEVE que se llamaría Santos Vega y que hoy perdura aunque sin el reluciente brillo de las chapas que los techos de las casitas ostentaban por entonces; el devenir del tiempo transformó al Barrio Santos Vega en la Villa Santos Vega o, simplemente, La Santos Vega en una especie de vergonzosa omisión de la palabra villa, una pretensiosa tacitud que lastima. Igual para los pibes la mudanza traía como consuelo la promesa de futuras aventuras en bicicleta adentrándonos más allá de la avenida San Martín en busca del fraternal encuentro con los amigos trasladados a esos lares.

Fue un viernes por la mañana cuando un pesado ruido de orugas metálicas sacudió al barrio entero, habían llegado las topadoras… Me levanté y le rogué a mi vieja que me dejara faltar a la escuela y ella asintió a regañadientes. Desayuné rapidito y salí a la puerta con la intención de acercarme al lugar de los hechos para ser mudo testigo de una cruel transformación de mi mundo, pero descubrí que casi todos los vecinos se dirigían camino de El Bajito. A medida que bajaba por la entonces Matías Marcos hacia la General Paz veía con asombro que cada vez era mayor el pelotón de los que acudíamos hacia esa extraña cita. Al doblar en la avenida para el lado del sur se veía un entrevero de gente justo ahí donde estaba nuestra canchita. Sobre la calle las topadoras iban empujando todo para el medio de la manzana de El Bajito. Solo unos pocos moradores rezagados a las apuradas recogían sus pertenencias y las colocaban en los camiones que los trasladarían hacia su nuevo hogar; el éxodo había comenzado la tardecita anterior y continuaba de modo casi ininterrumpido. Cuando el último camión estuvo cargado y ya no quedaba nadie ni nada que sacar las topadoras acometieron los ranchitos con toda su lenta furia volteando y aplastando todo mientras nosotros a escasos metros mirábamos atónitos como el paisaje mutaba inexorablemente. Y sentí nuevamente una especie de opresión en el pecho, como una congoja, y digo nuevamente porque fue el mismo exacto sentimiento que tuve cuando me enteré que había muerto mi abuela; una sensación de mierda como algo que se te clava en el pecho después, muchos años después, entendería que se te clava la ausencia, la pérdida y ahí entran a tallar los psicólogos y te facturan semanalmente para que vos superes las cosas o aprendas a vivir con ellas; y la ausencia de mi abuela fue dura. Yo tenía siete años cuando la vieja se fue y lo primero que lamenté es que ya no iba a poder jugar con ella a la diligencia, nuestro juego favorito y que basado en la serie homónima que daban en aquella época por la tele, en soberano blanco y negro, nos transportaba al lejano oeste ameriyanqui; nos sentábamos en el segundo peldaño de la escalera y ella con sus imaginarias riendas conducía el imaginario carruaje por un imaginario paisaje televisivo, mientras yo iba amasijando imaginariamente con mi escopetita de plástico a los imaginarios indios que pretendían quedarse con nuestras imaginarias pertenencias y hasta con nuestras reales vidas, pero la vieja un día se tomo otra diligencia, esa que nos lleva hacia la única certeza de nuestras vidas, la muerte, y me dejó solito sentado en el tercer escalón de la escalera, imaginando que ella todavía lleva las riendas de nuestro carruaje a través de esos valles de película del oeste yanqui... Pero acá estaba yo con esa sensación fulera en el pechito cuando de pronto empezaron a llegar camiones repletos de tierra y escombros para rellenar es gran pozo que iba quedando en donde antes vivía gente. El trabajo de camiones, topadoras y palas mecánicas siguió hasta la tardecita, hasta dejar toda la manzana convertida en un baldío… Y fue Don Antonio, que vivía en la esquina de Dorrego y Saenz Peña el que dijo esto hay que emparejarlo y hacer una canchita para que los pibes jueguen a la pelota y ese fue el destino que tuvo El Bajito por muchos años.

Pasaron los días y algunas lluvias asentaron un poco el terreno, mientras nosotros urdíamos planes para construir el estadio de Los Pibes de La General Paz…

Hubo reuniones de vecinos, hubo discusiones acaloradas en esas reuniones, pero se limaron asperezas y se trabajo duro, incluso se consiguió una aplanadora para nivelar el terreno y Emilio, un muchacho que trabajaba en Vialidad Nacional, consiguió unos arcos de caño que habían sido de la cárcel de Caseros y se los mando a soldar y pintar y cortar al medio para poder desmontarlos y guardarlos para que nadie se los robara. Cada vez que íbamos a jugar a El Bajito se trasladaban los arcos desde la casa de Anselmo y se armaban y cuando se terminaba la jornada se desmontaban y se llevaban otra vez hasta la casa de Anselmo. Hasta se compraron redes con una rifa que se organizó en el barrio. Y en enero del ’68 con la dirección técnica de mi viejo, que se hizo cargo del equipo tras la forzada mudanza del paraguayo Benito, se jugó el primer partido oficial, los Pibes de La General Paz versus el Club Naón, un clásico de barrio muy parejo, que llevaba a cuestas varios años y que estaba a punto de extinguirse por un acuerdo entre ambos equipos.

De los que vivían en la villa se supo poco y nada, solo el paraguayo Benito se daba una vuelta de vez en cuando para ver como andábamos. Y pasaron los años y miles de partidos de futbol, el barrio iba cambiando y nosotros creciendo y tomando otros rumbos, pero el picado de los sábados por la tarde y el de los domingos por la mañana eran sacrosantos. Hiciera frio, hiciera calor, cayeran sapos del cielo o hubiese un sol que partía la tierra, esos picados se jugaban o se jugaban; y ahí se mezclaban grandes, muchachos y chicos. Se armaban los equipos y se jugaban torneos relámpago que terminaban con la puesta del sol.

En esas citas deportivas desfilaron por El Bajito los variopintos personajes del barrio. Algunos venían a correr detrás de la redonda y otros simplemente a mirar, a charlar ahí a un costado de la cancha.

Estaba Cachito, un loquito que vivía sobre la avenida a escasos cincuenta metros y del que se decía que era un tiro al aire, que andaba en la joda, que andaba en la droga, que andaba de arriba las manos, que se yo montones de cosas se decían y que en su mayoría terminaron siendo ciertas tan ciertas como que todos los sábados aparecía puntualmente a las tres de la tarde, pantalón corto, zapatillas y en su cabeza un pañuelo marrón que utilizaba para cubrirse la toca; se hacía la toca para enlaciar su larga melena; la toca era una práctica muy común en los setenta entre mujeres de pelo ondulado y consistía en un enorme rulero que se colocaba en el centro de la cabeza, enroscando el resto del pelo su alrededor, con el fin de aplanarlo. Se dejaba un tiempo para un lado y después se lo enroscaba hacia el otro, sujetándolo con los famosos y dolorosos piquitos. Con un gran pañuelo, se intentaba disimular, el rulero ese que era indisimulable. Y Cachito se hacía la toca, incluso le encomendaba a alguno de los que estaban fuera de la cancha que le avisara cuatro, cuatro y cuarto y se iba hasta la casa para darse vuelta la toca y volver a jugar, eso sí no te cabeceaba ninguna. A veces venía con un amigo, que después resulto ser su socio para el crimen, Rey le decían y era el menor de una familia de cinco hermanos, todos delincuentes pero en el barrio buena gente. Cachito y Rey se hicieron famosos por secuestrar al hijo de un tipo del barrio que tenía mucha guita, la cosa es que fue un secuestro fingido y les salió bien y repartieron el rescate en partes iguales con la víctima, pero después cebados por el éxito secuestraron a otro pibe y ahí les dieron la cana y no se los volvió a ver más por el barrio. Como el viejo de Rey estaba vinculado con muchos punteros peronistas hicieron un embrollo y salieron bajo la ley de amnistía que se firmó entre gallos y medias noches ni bien asumió el Tío Cámpora en el setenta y tres.

También estaba el Loro, un defensor implacable que hizo más fama por sus puteadas insólitas y heréticas, que por su oficio en la recuperación del balón; cuando lo gambeteaban o no podía hacerse con la redonda vociferaba alguna de sus festejadas pequeñas composiciones literarias de las cuales la concha de dios y la virgen puta o la concha de la virgen bigotuda se convirtieron en best sellers, tenía otras varias, pero el poder descriptivo y la contundencia de estas era difícil de superar.

También estaba Paco, el padre de Marcelo, el primer rockero del barrio, también conocido como Boyé, un veterano que por aquel entonces lucia el rango de subcomisario de la federal y un peluquín del que se valía para ocultar el paso de los años; venía a jugar con una boina como el célebre Mauro Boyé. Hoy todavía vive en el barrio, en la misma casa de siempre, solo que goza de arresto domiciliario porque está acusado de torturas y crímenes de lesa humanidad cometidos a partir de 1976 y espera su juicio. A todos les sorprendió que este tipo fuera un hijoputa torturador y asesino, a todos menos a mí, porque en el fondo nunca me cayó simpático, no se bien porque, pero yo a los uniformados los miro mal, no me gustan, que se yo…

Solía venir una o dos veces al mes el Batle, el hermano de Emilio Comte que era un vecino ilustre porque era un actor que integraba la troupe de La Familia Falcón, aquella comedia costumbristas que hacia nuestras delicias por televisión, junto a Pedrito Quartucci y Elina Colomer,…una familia como todas, como la de usted, como cualquiera de su barrio, que vive la existencia de todas las familias porteñas. Usted sabrá de los sueños, de las alegrías, de los problemas de cada uno de los miembros de esta familia, que estarán frente a usted conviviendo la vida de todos los días bajo el techo común del cariño familiar... ¡Abrale su corazón a ... La Familia Falcon! Citaba la publicidad de canal 13, cuando todavía no era ese multimedio oligopólico tan nefasto para el país en el que se convirtió con el devenir de los años; buen pibe pero medio creído, por lo del hermano… eso sí tocaba bien la guitarra y se sabía todas las canciones de los Beatles, de ahí su apodo, pero de futbol, ni medio.

Y había muchos más integrantes de la fauna habitual de El Bajito, pero que no tienen, al menos en mi memoria, mucha relevancia.

Pasaron los años y de pronto alguien se enteró que la municipalidad tenía planeado convertir El Bajito en una plaza.

Nosotros ya íbamos muy poco por esos lares, la escuela secundaria había trastocado un poco nuestro modus vivendis y a decir verdad el lugar se había convertido en un basural, los arcos habían quedado amurados al suelo de tierra después que el negro Anselmo se tuvo que rajar al Uruguay porque la yuta lo buscaba por su militancia y participación política a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. Y el desperdigamiento y algunas mudanzas lograron reducir el número de gente que podía hacer fuerza para mantener las cosas como estaban.

Y así fue que el barrio volvió a mutar. Donde se erigió una villa miseria primero, y una canchita después, ahora se iba a construir una plaza que se construyó no más y duro unos años, aunque la gente prefería que no se hubiera hecho porque cruzar la plaza de noche se llegó a convertir en un peligro ya que merodeaban por ahí algunos chorritos sin código y hasta violaron a una piba. Decía la Porota, una vecina dada a hablar en demasía, que al final estaba mejor cuando estaba la villa porque ella pasaba todas las mañanas rumbo al laburo a las seis y nunca le pasó nada y ahora ni de día se puede pasar, ni de día, mireloqueledigo. Y después de un tiempo, en los ochenta, la manzana se loteo y se convirtió en lo que es ahora, algo tan lejano a lo que fue en nuestra infancia y en los primeros años de adolescencia…

Ahora hay viviendas y una parrilla a la que hasta concurrió el innombrable cuando la inauguraron allá por 1993, y no digo su nombre porque no me puedo agarrar el huevo izquierdo y escribir a la vez, pero ya saben que me refiero a ese turco mentiroso y vendepatria que se fumó el país. Quizá pueda yo convencer a algún arqueólogo o algo así, para que haga un relevamiento del lugar, sobre todo para saber qué hay de cierto en eso de los túneles que construyeron los primigenios habitantes de la villa, bajo la dirección de los hermanos Cardozo, aquellos ya olvidados hombres topo jujeños

El Bajito, un lugar donde uno fue creciendo y se hizo grande, donde se agarró a trompadas defendiendo lo suyo, donde conoció la amistad y el compañerismo, donde conoció triunfos y derrotas, donde uno aprendió a ver el mundo desde otro lugar… Ahora cuando paso por ahí aún todavía me parece escuchar los gritos del piberío y la muchachada del barrio, corriendo, incansablemente inmortales, tras una pelota número cinco… y casi tangueramente se me pianta un lagrimón.

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